jueves, 16 de agosto de 2007

Otros Relatos: El Soñador

Voy a mi trabajo, paseo, como, bebo y duermo como todos los demás. Hoy en día no hay nada que me diferencie de cualquiera. Tengo que hacer frente a mi hipoteca como todo hijo de vecino y me preocupa la dirección que está tomando el mundo y el hecho de que mi mujer y yo cada día seamos mayores y de que el tiempo para plantearse tener un hijo se va agotando día a día. No puedo decir que mi vida sea mala, desde luego he tenido más oportunidades de las que se dan a muchos. Tampoco puedo decir que sea la más maravillosa del mundo. A estas alturas es sólo eso, una vida, como la de cualquier hombre o mujer de este planeta, con sus más y sus menos. Sólo eso.
Pero antes fui más. Mucho más.
No puedo precisar cuánto duró, si fueron, años, meses o unos pocos días, pero el caso es que sucedió. Por un breve espacio de tiempo fui algo mucho más grande y, al mismo tiempo, mucho más pequeño.
Pasó cuando era más joven. Entonces no tenía ni mujer ni hipoteca, sino estudios y exámenes. Una carrera apenas iniciada —que no me satisfacía en nada— y la responsabilidad de sacarla adelante del mejor de los modos, imitando a la figura paterna y a otras muchas. En mi familia siempre ha habido figuras de sobra. Me levantaba incluso más pronto de lo que lo hago ahora, dedicaba las mañanas a las clases y buena parte de la tarde a estudiar. Cuando llegaba la hora de dormir, estaba destrozado. Caía como un saco y soñaba… soñaba pesadillas.
Cada noche una diferente, descargando en ella toda la frustración acumulada a lo largo del día. Pesadillas sangrientas, dignas de la mejor película gore; filosóficas, en las que se me negaba todo, incluida la misma existencia… pesadillas de todos los tipos y colores que habrían servido para llenar los divanes de un centenar de psicoanalistas.
Y claro, los días se hacían eternos. No descansaba ni de día ni de noche. Aunque dormía de un tirón —por mucho que digan, nadie se despierta gritando y con la frente cubierta de sudores fríos, eso es mejor dejarlo para las películas— tampoco me sentía bien al día siguiente. Si había estado corriendo, los músculos de las piernas me dolían, si había sido aplastado por una avalancha, era todo el cuerpo… así semana tras semana, hasta que llegó uno de los sueños más aterradores. Al menos uno que debería haberlo sido, pero que a mí me salvó la vida y que me hizo… como ya dije antes, me permitió ser mucho más de lo que nunca había sido y, me temo, mucho más de lo que nunca seré.
Tras una larga semana de exámenes, aquel sueño me condujo hasta el patio del colegio de mi niñez. Era igual que lo recordaba, con el suelo de gravilla gris y una enorme morera en uno de sus extremos. En aquella ocasión, el cielo también era gris, no porque estuviera nublado, sino que todo él era de un gris plomizo. Soplaba viento, pero eso no me importaba. Estaba sentado en una silla de ruedas en medio de aquel patio. Alguien me había atado a ella.
Pero eso no era lo peor de todo. Aquel alguien, que no recuerdo quién era o si en algún momento llegué a verle el rostro, sostenía en su mano un paquete de palillos. Lo sostenía e iba sacándolos uno a uno para clavarlos concienzudamente. En mis ojos. Primero en uno y después en el otro. Media docena, una docena, veinte, treinta… el dolor era tan insoportable como puede llegarlo a ser en un sueño e iba acompañado por sus risas y las de los demás compañeros que me rodeaban. Me clavaban palillos de madera en los ojos y se reían… yo gritaba y pedía que parasen. Pero no se paraban y seguían, dando vueltas a mi alrededor y clavando, siempre clavando. Sonrientes y clavando… pero, ¿los veía? Debería de estar ciego y estaba viéndolos. Se reían, se burlaban y yo los veía.
Era un milagro… o se trataba de un sueño.
La certeza acudió a mí y, cómo ya dije antes, me liberó. Sabía que estaba soñando, que las cuerdas que me ataban a la silla y los palillos ya no tenían ningún sentido. Era mi pesadilla y yo el que la soñaba. De acuerdo con eso, yo lo era todo allí. Y nada tenía que ser como lo estaba viendo. Aquella noche me levanté, rompiendo las cuerdas y fui a por cada uno de los que me habían hecho aquello, de los que se habían atrevido a hacerme aquello. No les pagué con la misma moneda, no soy un sádico. Les perseguí lentamente, hasta darles alcance. Y después les rompí el cuello. Uno a uno. Hasta el último.
Cuando me desperté por la mañana, me encontraba mucho mejor.
Los días siguieron la misma rutina que siempre, clases, estudio, prácticas, exámenes… pero las noches se convirtieron en mi coto privado. Sucediera lo que sucediese en mis pesadillas, era capaz de darles la vuelta. En aquellas que me veía perseguido, cuando me venía en gana yo era el que me convertía en el perseguidor. Al principio no necesitaba hacer nada en especial. El miedo se difuminaba y el poder acudía a mi llamada. Después, fue aún mejor. Por grande que fuera el monstruo, yo era mayor, por rápido que corriese, mi agilidad no tenía límites… era el dios de mi pequeño universo. Un dios vengativo a veces, pero aquel era mi terreno. Lo primero que había aprendido era que el miedo otorgaba el poder… y me convertí en el miedo supremo. Pronto dejé de conformarme con romper cuellos y quebrar espaldas… antes de hacer eso prefería que mis víctimas supiesen lo que era el verdadero pánico. Yo se lo proporcionaba con gusto. En algunos momentos todavía recuerdo las garras, las alas membranosas surgiendo de la espalda… instantes de dolor que sólo eran eso, instantes. Después venía la libertad de saberme arriba del todo pirámide. Respeto y miedo se fundían en un todo en el que yo me había convertido en el rey de la creación.
Al contrario de lo que muchos pudieran creer, mi descubrimiento me llevó a ser más feliz durante las horas de vigilia. Seguía teniendo que enfrentarme a los mismos problemas, pero sabía que al final del día regresaría allí y las cosas que me asustaban tendrían que asustarse de mí… y busqué más.
No sé cómo lo hice, pues apenas me acuerdo de los sueños que tuve y los pocos recuerdos que conservo son en gran medida de las sensaciones que me producían, pero conseguí imponer mi voluntad sobre todas las cosas. Aquello sucedía en mi mente, así que era producto de ella. Lo que había creado podía ser cambiado, sólo había que encontrar la manera. Tardé muy poco en darme cuenta de dónde se encontraban los ladrillos de mi pequeña realidad. Fue mucho más fácil que mis primeros y dubitativos pasos. La realidad, las pautas que la componían, eran más sencillas de manejar que la propia percepción de mí mismo. Entonces fue cuando me convertí en el verdadero diosecillo de mi mundo, haciendo y deshaciendo a gusto. Los cielos grises podían ser azules, o negros o violetas. Lo que había pasado antes podía volver a pasar, en un ciclo interminable, o desaparecer en el olvido. Había tantas posibilidades que descubrirlas en una sola noche me fue imposible.
No tengo que explicar la decepción que tuve al día siguiente, cuando sonó la alarma y tuve que regresar a la vida que me esperaba fuera del mundo de los sueños, donde era alguien del montón, tanto en los estudios, como en el resto de los aspectos de mi vida, que si se podían contar de algún modo, era a golpe de fracasos.
Una nueva noche y una nueva oportunidad de probarme. Había demostrado poder cambiarme a mí mismo y poder cambiar lo que me rodeaba, pero ni tan siquiera podía rozar la realidad que se alzaba al otro lado de las paredes de mi pequeño reino. Aquél era un momento tan bueno como cualquier otro. Ya no era un bebé gateando. Era el señor de los sueños, tenía conciencia de muchas más sutilezas de las que tenía conciencia cualquier otro hombre… había atravesado cada una de las barreras que me había propuesto desde que me clavaron aquellos palillos en los ojos. Entonces descubrí que podía ver. En aquel momento, ver no era nada para mí. Sólo la manera de llegar… y ni siquiera eso, la vista se había convertido en un sentido demasiado mundano. Todo era pensamiento, energía electroquímica liberada de forma aleatoria. Para los demás era aleatorio, para mí era algo más parecido a un arte. Tomé mi forma más aterradora y me preparé para el siguiente salto, para explorar los reinos que los demás utilizaban tan poco y tan mal, expandí mis límites hasta lo imposible y entonces…
Allí estaba él.
Creo que su rostro, pálido y rodeado de sombras, fue el único recuerdo claro que me permitió conservar de mis cortos días de gloria. Eso y que no tuve fuerzas para enfrentarme a él, que perdí sin ni siquiera luchar el primer asalto. Visto y no visto. Se acabó.
Al día siguiente desperté como cada mañana. Nada parecía haber cambiado.
Pero cambió. Desde entonces no he podido volver a mis sueños; han quedado aparcadas, pero sólo cuando despierto me doy cuenta de que he soñado, nunca antes. Aquello que me hizo especial se fue. Con un gesto y una mirada. Ahora sólo soy un hombre más, atado a la tierra, a los intereses hipotecarios y al mundo de la vigilia durante veinticuatro horas al día.
¿Podría haber sido diferente?
Por supuesto que en ocasiones me lo pregunto. Fui un rey y perdí mi reino, ¿quién en su sano juicio no lo haría? Tal vez habría alcanzado los de otros y les habría mostrado hasta donde podrían llegar, dándoles la oportunidad de imaginar todos unidos. La oportunidad de mejorar dentro de sus propios sueños, de discernir el verdadero aspecto de la realidad a través de las realidades de otros. La oportunidad de ver a través de los ojos de sus enemigos, de comprenderles…
O tal vez no.
De las pocas memorias que conservo muchas son sobre aquello que aprendí al principio, del poder que me otorgó el miedo. Tal vez me habría convertido en la pesadilla de muchos al tratar de evitar las mías propias.
No lo sé.
Lo único cierto es que una vez fui algo más que un hombre y ahora voy a mi trabajo, paseo, como, bebo y duermo como todos los demás. Lo que podría haber pasado ya no importa.
Desapareció con las primeras luces del alba.
Y desperté.

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