domingo, 11 de noviembre de 2007

Tercer Avance de Urnas de Jade: Leyendas

II

NI UN MOMENTO DE DESCANSO

Los días que pasamos en Fyelan los recuerdo envueltos en una niebla gris. Al oír la noticia de que nos perseguían, y con el cansancio de meses acumulado a nuestras espaldas, no pudimos hacer otra cosa que ocultarnos. En cualquier otra circunstancia habríamos luchado para escapar.

Memorias de Qüestor Elendhal Tomo II

La misma noche invernal se cernía sobre el puerto de Fyelan al tiempo que otro falso comienzo tenía lugar allí. Había llovido durante todo el día y las calles mal empedradas se encontraban transformadas en barrizales. Aunque la lluvia ya había amainado hacía horas, una densa niebla amenazaba con empapar a los pocos transeúntes que, seguramente por necesidad, permanecían en la calle.

Fyelan era por entonces una ciudad populosa, con un importante puerto marítimo al que llegaban barcos de todos los señoríos y de los reinos del sur, cargados con todo tipo de mercancías valiosas. Hasta hacía escasas semanas, enormes buques arriaban sus velas en los muelles; pero aquel año el invierno había empezado muy temprano, obligando a los navegantes a vender sus productos al mejor postor para poder levar anclas antes de que el invierno recrudeciese.

Entre la niebla apenas podían verse los mástiles de una docena de navíos amarrados y un largo barco de guerra, varado en el dique seco, a la espera de ser calafateado tan pronto como el crudo viento del norte soplara con menos fuerza.

Aparte de las pocas personas que caminaban por la calle con paso acelerado a consecuencia del frío, el único rastro de vida humana, en el habitualmente ruidoso puerto, eran los sonidos apagados por la densa niebla y la luz mortecina de las ventanas de uno de sus toscos edificios. Aquella era una de las muchas tabernas situadas en sus márgenes, donde los marinos de los barcos anclados, aburridos por la inactividad, pasaban la mayor parte del día, y de la noche, bebiendo y contándose fantásticas historias sobre sus viajes.

Era un edificio bajo, construido en ladrillo rojo y con pequeñas ventanas cubiertas de mugre que dejaban pasar muy poca luz. Sin lugar a dudas había vivido tiempos mucho mejores que aquéllos. En aquel momento, a su alrededor se amontonaban restos de maderos e incluso una vieja chalupa desfondada que no hacía sino acentuar su ya decadente aspecto.

El Halcón del Mar, que tenía entre sus pocos méritos el ser la taberna más cercana al puerto, estaba abierto de continuo y rebosante de marineros borrachos que dormitaban sobre las mesas y en los rincones más oscuros, la mayor parte del tiempo dejando sus escasas pagas en cerveza e hidromiel. Su interior no era muy distinto a las otras del puerto de Fyelan, ni muy diferente a ninguna de los demás puertos. El aire viciado era una mezcla de olores a cerveza, humo, sudor y vómitos, y en el suelo se acumulaban restos de barro, paja y toda clase de porquerías. Aquello le daba el aspecto de no haber sido barrida desde que Fritz Belainen, su primer propietario, la inaugurara diecisiete años antes. Desde entonces, la tasca había pasado por las manos de muchos dueños, aunque siempre manteniendo el mismo aspecto: una docena de mesas manchadas por la cerveza derramada y tatuadas, una y otra vez, por los cuchillos de los marineros; bancos bajos pegados a las paredes y una chimenea permanentemente encendida que siempre fue alimentada de forma cuidadosa.

Un grupo de parroquianos bebía cerveza y contaba historias mientras reía con estruendosas carcajadas cuando la puerta se abrió dejando pasar el aire frío del exterior y algunos jirones de niebla que se diluyeron en el cargado aire de la cantina. De inmediato, atravesó el umbral un hombre embozado en una capa negra bastante humedecida por la bruma, que, tras cerrar la gruesa puerta de hierro claveteada, se dirigió a la concurrencia con una voz grave y áspera.

—Buenas noches. ¿Quién es el dueño?—preguntó con una nota de impaciencia.
Jaizel Noringer, un hombre de fuertes brazos y algo rechoncho por los años de tabernero, era el propietario del local desde hacía tan sólo dos años. En aquel instante se encontraba sirviendo unas jarras de cerveza y retirando los restos de otras. Advirtiendo la presteza que exigían las palabras del recién llegado, se volvió hacia éste.
—Yo soy el dueño del Halcón del Mar. ¿Qué quiere? —replicó con voz expectante, al mismo tiempo que dejaba la bandeja repleta de jarras de metal sobre una de las pringosas mesas.
—Me envían de la Compañía del Dragón Marino —dijo el desconocido mientras se quitaba la capa de los hombros, dejando ver el sable que pendía de su cinturón—. Me dijeron que en el Halcón del Mar me proporcionarían lo que necesitase.

Al oír estas palabras, los músculos de Noringer se relajaron y su preocupación desapareció, pues había temido que el recién llegado fuera a causar problemas. Con un gesto, le condujo hasta una de las mesas más apartadas del local.

El extraño tenía la mandíbula cuadrada, era moreno, bastante alto y mucho más joven de lo que Jaizel había pensado en un principio. Debía de tener poco más de veinte años, la mitad que el tabernero. Recogía su oscuro pelo en una larga cola de caballo que le caía hasta la mitad de la espalda y vestía completamente de negro. Por la forma de moverse ya había supuesto que se trataba de un luchador nato, pero no llevaba ninguna armadura, ni tan siquiera un peto de cuero blando, prendas típicas de las personas que se dedican a semejantes oficios.

—¿Cuándo podremos partir hacia Puerto Agreste? —preguntó con voz queda, alzando los ojos de la cerveza que acababa de servirle.
—El buque está listo, como todos estos años. Podrá partir dentro de tres días, al amanecer, con el cambio de la marea —le respondió, también entre susurros, tras meditar durante unos segundos—. Me alegra tener noticias de la Compañía, hacía ya tiempo que no recibíamos ningún informe y mi tripulación comenzaba a impacientarse.
—Supongo que la espera se ha hecho larga, pero de eso se trata, ¿no? —replicó el desconocido—. Un secreto no es tal si no puede mantenerse largo tiempo.
—Cierto es, pero parece ser que el del Halcón del Mar finalizará aquí —suspiró Noringer—. Si me disculpa, tendré que disponerlo todo y buscar a la marinería. Espero tenerlos despejados para nuestra partida. A propósito, ¿con quién tengo el placer de hablar?
—Perdone que no me haya presentado antes. Soy Lynguer de Jiriom, hijo de Sathlegaard, el Osado —susurró, bajando aún más la voz por temor a ser escuchado.
—Debí haberlo supuesto. Se parece usted mucho a su padre. Yo soy Jaizel Noringer, decimotercer y, por lo que veo, último tabernero del Halcón del Mar.
—Encantado de conocerle, capitán Noringer, mi padre me habló muy bien de usted. Conmigo irán cuatro pasajeros más. Nos reuniremos aquí el día de partida antes del amanecer —dijo a modo de despedida. Terminó su jarra de cerveza, se embozó de nuevo en su capa y salió de la taberna a grandes, y extrañamente silenciosas, zancadas.
—Creo que la tranquilidad se ha acabado —murmuró Noringer para sí mismo mientras terminaba de recoger las jarras y comenzaba a echar a los marinos borrachos.


Con las mismas largas zancadas que había utilizado para entrar en la taberna, el hijo de Sathlegaard pasó junto a los combados muros del templo de Elassath, el Señor de las Profundidades, a varias tabernas más y a un buen número de locales de dudosa reputación.

Aquella forma de andar era sólo una de sus peculiaridades, pues había muchas más que Noringer no había llegado a intuir. Eso no era algo que se le pudiera reprochar al capitán del Halcón del Mar, ya que se necesitaba bastante más tiempo que el que había tenido para llegar a darse cuenta del tipo de persona con quien se estaba tratando.
Mientras se alejaba tranquilamente, caminando en dirección contraria a la de la posada donde se encontraban sus compañeros, cualquiera habría dicho que era una persona común y corriente que regresaba a su casa después de un duro día de trabajo. Eso era lo realmente extraño en él, ya que, hiciera lo que hiciese, lo hacía con perfecta naturalidad, como si hubiera nacido para eso y no para otra cosa.

O al menos lo aparentaba a la perfección.

—No debí haber utilizado el Halcón del Mar tras evitar su ayuda durante todo este tiempo —se reprochó—. Pero si no lo hubiera hecho, Saeth se habría encargado en mi lugar y lo habría estropeado todo. Siempre se comporta como un buen chico ante él, como si no se notase que lo que quiere es su herencia… Bueno, al menos así no tendremos que estar aquí hasta la primavera —trató de consolarse.

Lynguer sonrió mientras intentaba ordenar todos los recuerdos dispersos que campeaban por su memoria. Muchas cosas habían sucedido desde que abandonaran apresuradamente Puerto Agreste para dirigirse a Dhao. Aquel viaje que debía haber sido un breve paseo a costa de la bolsa de Taith, el Anciano, se había convertido en una aventura que los cinco recordarían durante toda la vida. Una aventura que nada tenía que envidiar a las de su propio padre y que, por fin, finalizaría con su regreso a la ciudad del viejo mago.

—En cuanto lleguemos, iré a buscarla y todo quedará como antes —se dijo—. Sí, eso es lo que haré en cuan…
El grito de otra mujer interrumpió sus pensamientos. Una mujer bastante más cercana que la que le aguardaba en Puerto Agreste.


La hospedería donde Lynguer y algunos de sus compañeros habían tomado alojamiento era un lugar cálido y agradable. Era un edificio de tres plantas de piedra y madera que, aunque necesitaba algunas reparaciones no muy urgentes en su fachada, respondía a la perfección a sus necesidades.

En aquel momento, los dos asociados de Lynguer se encontraban en una de las habitaciones más amplias del piso superior, reconvertida en sala de estar. Qüestor, que vestía una camisa y unas calzas azuladas, tañía atento su lira, buscando los acordes apropiados para su nueva canción. Al cabo de un largo rato repitiéndolos, o eso le pareció a su compañero, el juglar se dio por vencido y dejó el instrumento sobre la mesa, apartándose con un ademán el cabello rubio que le caía sobre el rostro. Tenía el pelo cortado en una media melena y sus ojos eran grandes y luminosos. Eso, junto con su piel perfecta, hacía pensar que por sus venas corría sangre élfica. Su alta estatura y unos miembros largos y finos, aunque bien proporcionados, también apuntaban hacia esa posibilidad.

—Parece que hoy no estoy inspirado —musitó mientras rebuscaba en una de sus bolsas de viaje—. Creo que escribiré algo. Hace tiempo que dejé de narrar nuestras aventuras y ya es hora de que tome nota u olvidaré algún detalle importante —sacó de la bolsa un pergamino a medio escribir, tintero y pluma. Con cuidado, lo extendió sobre la mesa y alisó una de las esquinas.
—No sé para que te molestas —dijo el otro hombre [...]

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