lunes, 9 de marzo de 2009

Urnas de Jade: Mentiras (fragmento Cap. 1)

I
CIUDAD DE NIEBLA



La luna en el horizonte,
destella con luz velada.

Las sombras de las colinas,

bajo su brillo se alargan.


De La Muerte del Rey Theros



En nuestro primer volumen hablamos de las historias y leyendas, de cómo sus límites se extienden tan lejos que son imposibles de apreciar, de cómo los sueños son apenas retazos de ellas y pueden tener mucha más importancia de lo que imaginamos. En él hablamos de muchas cosas que, aunque no lo parezca, tienen un punto en común: son verdades.
Eso hace que quede todavía mucho por contar, porque, igual que donde no hay luz reina la oscuridad, donde no hay verdad… hay mentira.
Pero también es cierto que esta afirmación no es tan simple y que existen muchos tipos de mentiras y falsedades, de engaños y falacias, tan diferentes entre sí como pudieran serlo las verdades. ¿No me creéis? ¿Acaso trataría de embaucaros?
No respondáis y estad atentos. La mentira puede ocultarse en cualquier parte…


La ciudad de Puerto Agreste se extendía con sus titilantes luces parpadeando bajo la niebla como un manto que bordeara la costa. Una a una, las antorchas, velas y lámparas fueron apagándose para dejarla sumida en la oscuridad. Sólo el Faro de Ifklar, con su blanca luz, iluminaba intermitentemente las olas y los cascos de los buques que se encontraban amarrados en el puerto que daba nombre a la urbe. Los resplandores del mar se multiplicaban antes de desaparecer, con una calma impropia de la estación.
La luz giró en otro de sus interminables círculos y, tras arrebatar ligeros destellos de las piezas de bronce bruñido, iluminó el Parque de los Robles. Allí, se coló entre las tupidas ramas, donde, sin demasiada prisa, se efectuaba el habitual cambio de guardia.
El sargento que dirigía al escuadrón saliente entregó, con un rígido saludo militar, la vara de mando al del escuadrón que iniciaba la ronda y, marcando el paso, los dos grupos de soldados de negro sobreveste se alejaron en distintas direcciones por las calles cubiertas de niebla. No es que fuera un espectáculo excesivamente vistoso, pero resultaba un importante foco de atención para los extranjeros que visitaban la ciudad por primera vez. Nadie había mostrado hasta la fecha interés alguno en repetir la experiencia.
En aquella ocasión, tan sólo dos personas observaban el ritual, pero, desde luego, hacerlo no era lo que les había llevado hasta allí. Bajo la casi inapreciable luz de la luna, que recortaba su casi esférica faz más allá del conglomerado de humo y vapores que envolvían Puerto Agreste, esperaron a que los soldados se hubiesen marchado para iniciar una torpe discusión.
—He sido enviado para sustituiros —dijo el más alto de los dos, con una extraña voz acerada—. El amo quiere que me entreguéis a vuestros ayudantes junto con todos los informes que hayáis recogido. Luego deberéis ir a Darsha. Este pergamino contiene las nuevas órdenes —sacó el documento de sus gastados ropajes y se lo entregó.
—Aunque no os conozco, el anillo que lucís en vuestro dedo es suficiente para identificaros. Se hará como él dice, aunque debo advertiros que vuestra misión no será fácil. —La voz era entrecortada y fría, casi reflejando el clima de la zona. Su acento agrestense apenas si dejaba ver el herido orgullo de su dueño—. El mago permanece constantemente en el interior de la torre. Nadie entra ni sale de ella a menudo.
—Tengo entendido que la última visita fue reciente.
—Sí, estáis en lo cierto —replicó el segundo hombre—. Hace diez días, tres hombres y una mujer accedieron a la primera planta. Sólo hemos podido identificar a uno de ellos. Se trataba del Duque Sephard de Nedai, los otros…
—Los otros no son importantes —le interrumpió con su acerada voz—. Sephard pertenece a la Orden y, con toda seguridad, portaba información recopilada por Qüestor Elendhal en Kiramel. Por lo que sabemos, el bardo no llegó a hacerle participe del secreto.
—Hiciera lo que hiciese en el interior de la torre, no tardó mucho. Una hora después de su entrada, todos, a excepción del Anciano, se marcharon a la Casa del Consejo —susurró a modo de respuesta.
Caminaron con calma bajo las ramas deshojadas de los árboles que crecían en las amplias avenidas y bajo los aleros de los tejados de las callejuelas. Aunque el hombre que, al parecer, iba a ser sustituido en sus labores aquella misma noche cojeaba a ojos vistas, no se quedó atrás y siguió sin demasiados problemas el ritmo de las largas zancadas del otro. Ambos avanzaban en silencio, como si ya hubieran recorrido juntos aquel mismo camino innumerables veces antes, aún siendo evidente que uno de ellos era un recién llegado.
Al fin, atravesaron un callejón que se abría a una suerte de pequeña plazoleta rodeada de edificios de varias plantas construidos con ladrillo rojo, deslustrado por el paso de los años. En uno de sus rincones se acumulaba un montón de basura de aspecto más desagradable de lo habitual y casi tan antiguo como los muros contra los que se apoyaba. Dos gatos maullaron y salieron corriendo de él para perderse entre la niebla, calle abajo.
—La operación de Tidar ha sido un completo fracaso —murmuró el cojo, poniendo el pie en el primer escalón.
—Otra razón para que ésta salga bien. No nos podemos permitir alejarnos más de nuestros objetivos —dijo el otro, sin mostrar ningún interés, como si se tratase de un mantra—. Si obtuviéramos las dos en una sola tentativa, el amo estaría contento.
—Lo principal es conseguir la que tiene en su poder el hechicero. Para la otra, ya habrá tiempo —le respondió, con cierto tono de enfado apenas insinuado.
Ascendieron por una escalera de madera adosada a una de las paredes de ladrillo. Crujía estrepitosamente con cada uno de sus pasos y algunos tablones se desprendieron al llegar al descansillo que daba paso a una puerta, también de madera, para caer al suelo entre rebotes.
La vivienda que ocultaba era un lugar sucio y descuidado. Consistía en una habitación escasamente amueblada y una pequeña cocina que tenía el aspecto de no haber sido utilizada en mucho tiempo. En un camastro dormitaba un chiquillo y otro miraba por una ventana, junto a la que se apilaban varias docenas de libros mal encuadernados. El recién llegado se aproximó a ellos y los ojeó en silencio. Estaban escritos con una caligrafía rebuscada y retorcida. El idioma parecía calishita antiguo, una lengua sólo utilizada por magos e historiadores. Ya tendría tiempo más que suficiente para revisarlos.
Las sucias cortinas ocultaban lo único que hacía valiosa aquella cochiquera. Sin reparos por tocar la mugre que en ellas se acumulaba, descorrió ligeramente una esquina.
Desde allí podía verse con total claridad la torre de mármol blanco de Taith, el Anciano, y la puerta que, en su base, daba acceso a un interior plagado de secretos.

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